El vestuario femenino y la estética del poder
Reza una remota frase que “el hábito hace al monje” y, bajo esta impronta, muchos escenarios y entornos se han ido configurando alrededor del vestuario no solo como protagonista sino también como condición indispensable a tener en cuenta para asumir tal o cual rol. Así, no sonará extraño escuchar una descripción del tipo “viste como un ejecutivo”, “parece un director” y cada quien se formará una imagen, probablemente de ropa acartonada, seguramente masculina, independientemente de quién la esté portando o sobre quién se esté ejerciendo esa valoración.
El vestuario asociado al ejercicio del poder tiene una extensa trayectoria que lo encuentra ensamblado con un perfil netamente masculino. Tal es así que todavía persiste en muchas mujeres, a lo largo y ancho del mundo, la necesidad de portar ciertas prendas que no les son propias por su naturaleza o gusto, pero que consideran indispensables -ellas, o quizá su entorno- para conectar imagen con liderazgo.
¿Pero esta condición es realmente así?
¿Existe una posibilidad de escape a tal determinismo que hace que lo auténticamente femenino se esconda por estar siempre asociado con lo débil o con la fragilidad? Quizá no haya una respuesta completa o consolidada para estos interrogantes, pero el ejemplo que legó la jueza Ruth Bader Ginsburg, quien fuera miembro de la Corte Suprema de Estados Unidos, es un punto de partida ineludible para este debate.
El 18 de septiembre pasado, la jueza Ginsburg falleció y para recordarla, en muchos de los medios de Estados Unidos, la representaron tan solo con la imagen de un cuello. Un cuello elegante, distinguido y, por sobre todas las cosas, auténticamente femenino. Ese gesto fue seguramente un homenaje, pero también la manifestación del cambio de pensamiento que la jueza con su imagen buscó promulgar.
Sucedió que Ruth Bader Ginsburg, cuando asumió en la Corte, incorporó en el uso de la tradicional toga, el agregado de un cuello, en algunos casos de encaje, en otros con perlas o piedras de colores, pero siempre, auténticamente personal. Sus cuellos, muchas veces también acompañados de guantes de encaje, adquirieron completa relevancia, sobre todo por lo inusual en ese ámbito.
Cuando en el año 2009 la entrevistaron en The Washington Post, ella pudo explicar el por qué de esa selección decorativa para su vestuario de ejercicio legal. Al respecto indicó: “La toga estándar está hecha para el hombre porque tiene un lugar para mostrar la camisa y la corbata” por lo que ella, junto con otra jueza, Sandra Day O’Connor, decidieron que era apropiado incorporar un detalle con el que su condición de mujer no fuese oculta y así encontraron en los cuellos una forma de exhibición de su feminidad.
Por otra parte, lo que querían evidenciar era también que lo femenino no quita lo radical y que no es necesario como mujer vestir un traje para llevar adelante la dirección de un proyecto. La ropa masculina era usada por mujeres allá por el 1993 cuando Ruth Bader Ginsburg se unió a la Corte Suprema, como una armadura capaz de cubrir la supuesta fragilidad. Y fue frente a esta realidad -quizá aún no del todo dispersa- que Ginsburg ostentó sus cuellos como arma con la que evidenció, entre otras cosas, que el gusto femenino no invalida ninguna de las condiciones o atributos del ejercicio del poder.
¿Cuál es el impacto real del vestuario?
El vestuario determina, dictamina y conduce; ejemplifica, expone y evidencia. La historia demuestra cuánto ha incidido y cómo se ha utilizado para demarcar zonas o espacios de poder que por muchos años fueron netamente masculinos pero que -ya podemos afirmarlo-, hoy no son privativos para ellos. Por lo tanto, ¿por qué no dar lugar a que la ropa traduzca más libremente lo intrínseco a la esencia de la persona? Está claro, por no decir evidente, que no es necesario enfundarse en un traje “masculino” para comunicar seriedad o profesionalismo y que tampoco el poder emana tan solo de lo que se elija vestir.
Hay un lenguaje estético auténticamente femenino que quiere y debe consolidarse. La jueza Ginsburg con su jurisprudencia dejó una huella, pero también marcó un camino con su elección estética y que es justamente quizá lo más relevante para este artículo: la posibilidad, frente a una realidad dada, de elegir.
Se trata de poner en práctica la capacidad de elaborar una estética propia y que sea ella la que hable por uno/a mientras se encuentra en consonancia con las propias ideas, gustos o pensamientos. No hay orden, mando o disciplina que no se enriquezca con la incorporación de las elecciones auténticamente personales. Que esas condiciones y cualidades por las cuales una mujer accedió a un cargo se hagan manifiestas también en su estética, ¿no sería la combinación perfecta? Probablemente mucho quede por debatir y varias togas por rediseñar, pero al menos discutirlo es ya el primer tramo de muchos otros que restan transitar.
¡Hasta la próxima!
María